Desde hace siglos la humanidad acarrea una sospecha incómoda: detrás de muchos de los mayores avances de nuestra cultura se esconde un componente de “desajuste mental”. Aristóteles, con su intuición filosófica, lo dejó escrito: no hay gran genio sin un toque de locura. El tiempo parece haberle dado la razón. Van Gogh pintó lo que nadie había visto, pero lo hizo en medio de tormentas interiores insoportables. Winston Churchill, artífice de la resistencia contra el nazismo, hablaba de su “perro negro” de la depresión. Temple Grandin, una mujer en el espectro autista, transformó la industria del ganado a partir de una sensibilidad distinta. Tesla, Sylvia Plath, Virginia Woolf, Darwin: la lista es larga y perturbadora.
Durante mucho tiempo, todo eso se interpretó como mera coincidencia, o peor, como romanticismo peligroso. Hoy la ciencia empieza a mostrar que podría haber algo más profundo: algunos de los mismos genes que predisponen a sufrir enfermedades psiquiátricas pueden, en otras combinaciones o intensidades, vincularse con creatividad, originalidad e inteligencia excepcional. No es una apología del sufrimiento, ni un intento de idealizar la enfermedad: es reconocer que la mente humana, como la evolución misma, rara vez es lineal.
Estudios genéticos recientes vienen a respaldar esta intuición. Una investigación publicada en Nature Neuroscience encontró que personas con mayor carga poligénica para esquizofrenia o trastorno bipolar tenían también más probabilidades de trabajar en profesiones creativas (resumen divulgativo). Otro trabajo islandés halló que ciertas variantes asociadas a esos trastornos eran más frecuentes en artistas y escritores que en la población general . Dicho de otra manera: los mismos genes que en algunos provocan dolor, en otros disparan ideas que cambian al mundo.
La apuesta evolutiva por la diversidad
Si esto es así, surge la pregunta que incomoda: ¿por qué la evolución mantendría genes que, en su expresión más severa, causan tanto sufrimiento? La respuesta está en un concepto que los biólogos llaman selección balanceada. Un ejemplo clásico es la anemia falciforme: devastadora cuando se heredan dos copias de la mutación, pero protectora contra la malaria cuando se hereda una sola. La misma variante que enferma en exceso, en dosis intermedia protege.
Algo parecido podría estar pasando con los genes de la neurodivergencia. El psicólogo evolutivo Bernard Crespi propuso la teoría del “cerebro diametral”: autismo y esquizofrenia serían polos opuestos de un espectro cognitivo. El autismo favorece el pensamiento lógico, detallado y sistemático; la esquizofrenia, la imaginación desbordante, la asociación remota, la hipermentalización. Entre ambos extremos se despliega una caja de herramientas mental amplísima que habría permitido tanto inventar la rueda como escribir La Odisea, tanto diseñar una tabla periódica como componer una sinfonía. La neurodiversidad, por tanto, no sería un error evolutivo: sería parte de la estrategia de la especie para explorar múltiples formas de pensar. Caro, sí; pero colectivamente ventajoso.
Si uno mira con atención, la historia cultural de nuestra especie parece escrita a dos manos: una racional y analítica, otra visionaria y metafórica. Ninguna “mano” sola alcanza para empujar la frontera de lo posible. La tensión, a veces fecunda, a veces dolorosa, entre ambas es, quizás, la firma de lo humano.
De los manicomios a la neurodiversidad
Durante siglos, la sociedad solo vio el lado oscuro. La historia de la psiquiatría está marcada por encierros, manicomios y estigmas. Personas con esquizofrenia eran tratadas como irrecuperables; los bipolares, como peligrosos; los autistas, como “incapaces”. En el siglo XX, la psicofarmacología cambió ese paisaje: antipsicóticos, estabilizadores del ánimo, antidepresivos. Imperfectos, sí, pero suficientes para abrir puertas que estaban selladas. La desinstitucionalización, empujada por los movimientos de derechos civiles, empezó a desmontar instituciones totales; la comunidad irrumpió como escenario de cuidado.
En los últimos años, una voz nueva se sumó al coro: el movimiento por la neurodiversidad. Su tesis es tan simple como disruptiva: el autismo, el TDAH, la dislexia y otras condiciones no son “errores” a corregir, sino variaciones legítimas de la mente humana. No niega el sufrimiento ni los desafíos, pero reclama otro marco: menos patologizante, más inclusivo. La AMA Journal of Ethics lo sintetizó así: “El mito del cerebro normal”. La normalidad, dice, es una construcción estadística útil para algunas comparaciones, pero peligrosa cuando se la arma como vara moral.
Este giro cultural no desplaza a la medicina: la complejiza. Aliviar el dolor y reconocer el valor (dos verbos que parecen tirar para lados distintos) pueden, y deben, coexistir.
La medicina cambia las reglas del juego
Hay que decirlo sin vueltas: la medicina moderna ya alteró la evolución. Durante milenios, muchas personas con enfermedades congénitas graves no sobrevivían ni se reproducían. Hoy, gracias a la insulina, a la cirugía, a los estabilizadores del ánimo, a los antipsicóticos y a las terapias, pueden vivir, trabajar, tener familias y transmitir sus genes. No es un “error del sistema”: es un logro ético y civilizatorio. Pero ese logro también mueve fichas en el tablero evolutivo.
Y asoma un horizonte todavía más radical: la edición genética. Con CRISPR, al menos en teoría, podríamos “apagar” variantes que predisponen al autismo, la bipolaridad o la esquizofrenia antes de que un niño nazca. Suena a triunfo humanitario. ¿Quién podría oponerse a reducir el sufrimiento? La cuestión es: ¿si eliminamos esas variantes, perdemos también lo que nos trajo hasta aquí? Hace unos años, Time advertía que editar genes sin comprender sus múltiples efectos podía ser un tiro en el pie para la evolución humana (nota). Porque esos genes no son solo enfermedad: también son imaginación, creatividad, innovación. Borrarlos podría hacernos más estables, pero también más grises.
Epigenética: el ambiente escribe sobre el genoma
Como si todo esto fuera poco, la epigenética agrega otra capa. No somos solo lo que dicen nuestros genes; somos también lo que esos genes expresan en función del ambiente. Estrés prenatal, infecciones, nutrición, trauma temprano, contexto socioeconómico: todo eso puede “encender” o “apagar” redes génicas vinculadas a condiciones del neurodesarrollo o del ánimo. Un mismo genoma, fenotipos distintos.
Esta plasticidad complica cualquier idea simplista de “corregir genes”. Modificar la secuencia sin comprender los contextos que la modulan puede ser ingenuo, o peligroso. A la inversa, intervenir sobre el ambiente (apoyos educativos, tratamientos tempranos, redes de cuidado, reducción de estigmas) puede disminuir la discapacidad sin tocar el genoma, preservando rasgos valiosos. En clave evolutiva, la epigenética es una especie de válvula de adaptación: permite a la población sostener variabilidad y, a la vez, amortiguar costos en determinados ambientes.
El corazón ético del dilema
La bioética está parada justo en esa encrucijada. Desde la beneficencia, aliviar el sufrimiento parece incuestionable: nadie debería soportar una psicosis aguda sin tratamiento; nadie debería quedar varado por un episodio maníaco devastador; nadie debería vivir aislado por un entorno que no comprende su perfil sensorial. Pero desde la autonomía y la justicia, aparecen otras preguntas: ¿quién decide qué rasgos deben ser eliminados? ¿Qué pasa si solo los ricos pueden pagar por “hijos editados”? ¿Qué mundo surge si naturalizamos que ciertas mentes “no deberían existir”?
El recuerdo de la eugenesia del siglo XX — esta vez, con bata blanca y alta tecnología — no es un fantasma retórico. Es una advertencia histórica. La ciencia de hoy no es la pseudociencia de ayer; pero el riesgo de empobrecer la diversidad humana bajo la promesa de perfección sigue ahí. La línea entre curar y normalizar puede desdibujarse cuando intervienen intereses económicos, ansiedades culturales o políticas de prestigio académico.
El camino ético, si lo hay, probablemente no esté en elegir entre los extremos. Esté en habitar la tensión: aliviar sin homogeneizar, acompañar sin borrar, reconocer el valor sin romantizar el dolor. Y, sobre todo, escuchar a quienes viven estas condiciones. No como “casos clínicos”, sino como sujetos de derecho.
El laboratorio, el mercado y la desigualdad
Hay otra tensión que no conviene barrer bajo la alfombra: la que existe entre laboratorio y mercado. La medicina, la biotecnología y la industria farmacéutica se necesitan mutuamente, pero sus tiempos y prioridades no siempre coinciden con el interés público. Si la edición genética germinal (la que modifica la línea hereditaria) se vuelve técnicamente viable y comercialmente atractiva, ¿quiénes accederán primero? Los de siempre. El riesgo es armar una aristocracia genética blanda, donde ciertas familias acumulen “mejoras” a lo largo de generaciones. El resto, a mirar desde la vereda.
No hace falta ir tan lejos: ya vemos desigualdades brutales en el acceso a diagnósticos, terapias, educación inclusiva o trabajo digno para personas neurodivergentes. Antes de soñar con corregir el genoma, hay una agenda más urgente y más justa: corregir las barreras del entorno.
Historias que iluminan
A veces, para entender, conviene bajar del concepto al relato. Pensemos en tres escenas mínimas.
Primera escena: una adolescente autista que no tolera el bullicio del aula. La escuela la etiqueta de “problemática”. Su madre insiste, consigue apoyos sensoriales, tiempos diferenciados y un docente que entiende. Tres años después, la chiquilina arma un club de programación y gana una olimpíada de robótica. ¿Qué cambió? No su genoma. El entorno.
Segunda escena: un escritor con trastorno bipolar. Sus meses de hipomanía son fértiles; sus depresiones, abismales. Encuentra un psiquiatra que ajusta estabilizadores sin aplastarlo, un terapeuta que trabaja ritmo y sueño, una pareja que aprende a ver las señales. Publica un libro hermoso. ¿Qué cambió? No su genoma. La arquitectura de apoyos.
Tercera escena: un investigador joven que está convencido de que CRISPR puede “corregir” el autismo. Llega a un congreso, escucha a adultos autistas hablar de sus vidas, de lo que duele y de lo que aman de su forma de pensar. Sale con una pregunta distinta: ¿y si la palabra no fuera “corregir”, sino “cuidar”? ¿Y si “éxito” significara ayudar a que esa persona florezca con su perfil, en vez de llevarla a la fuerza al promedio?
Historias así no clausuran el debate, pero lo humanizan. La bioética no se hace solo en papers: se hace en los pasillos de las escuelas, en consultorios, en familias que aprenden a nombrar, en legislaciones que eligen a quién proteger y cómo.
Ciencia, metáforas y prudencia
La ciencia nos dio metáforas que ayudan a pensar. Una de ellas es la del “paisaje epigenético”: valles y colinas por los que rueda una bolita que es el desarrollo. El genoma define el relieve; el ambiente, las fuerzas que empujan. La bolita no puede levitar, pero puede tomar diversos caminos. Jugar a “alisar” toda colina puede parecer eficiente, pero quizás nos deja sin valles protectores ni rutas alternativas para cuando el clima cambie.
Otra metáfora útil es la biodiversidad. Los ecosistemas más resilientes no son los más “limpios”, sino los más diversos: tienen redundancia funcional, especies que ocupan nichos raros, equilibrios dinámicos. La especie humana es un ecosistema cognitivo. Empobrecerlo puede dejarnos más vulnerables a lo inesperado. Y si algo aprendimos en el siglo XXI es que lo inesperado llega: pandemias, crisis climáticas, disrupciones tecnológicas.
Prudencia, en ética, no es freno a la ciencia: es buena ciencia. La edición genética somática para tratar enfermedades graves, no heredable, con consentimiento informado robusto, puede ser un gran bien. La edición germinal para “normalizar” la mente, en cambio, es un campo minado. No porque la tecnología sea maligna, sino porque no sabemos qué más estamos tocando cuando tocamos ahí.
¿Una humanidad demasiado normal?
La tentación de borrar lo que incomoda es fuerte. Una sociedad de individuos estables, predecibles y eficientes suena atractiva en un mundo obsesionado con la productividad. Pero la normalidad puede ser un espejismo. Una humanidad demasiado normal sería también una humanidad más pobre en ideas, en arte, en empatía radical, en capacidad de soñar raro.
La historia muestra que gran parte de lo que nos hace humanos nació de mentes que no encajaban en la norma. Si eliminamos esas variaciones, ¿quién escribirá las próximas sinfonías? ¿Quién imaginará los descubrimientos que aún no existen? ¿Quién dirá “¿y si…?” cuando todos estén de acuerdo en que no?
No se trata de romantizar el dolor. El sufrimiento merece ser aliviado, siempre. Se trata de no confundir alivio con borrado, cuidado con homogeneización, terapia con domesticación. Capaz que el futuro ético es menos espectacular que la promesa del laboratorio, pero más humano: aliviar lo que duele, y a la vez proteger lo que nos hace raros.
Cerrar los ojos y abrirlos
La pregunta final queda flotando y pica un poco, como debe picar lo que importa: ¿qué perderíamos si borramos la locura? Puede que el precio de vivir en un mundo sin tormentas interiores sea vivir también en un mundo sin nuevas estrellas. Y capaz que, como especie, necesitamos ambas cosas: noches tranquilas para dormir, y cielos lo bastante oscuros como para que todavía se vean las constelaciones.
Lecturas y recursos (accesibles)
- Resumen divulgativo del estudio en Nature Neuroscience sobre riesgo genético y creatividad (ScienceDaily).
- Comentario sobre superposición genética entre creatividad y psicosis leve (Psychology Today).
- Ensayo “El mito del cerebro normal” y el marco de la neurodiversidad (AMA Journal of Ethics).
- Advertencia temprana sobre edición genética y evolución humana (Time).